Me quedan pocas comidas con mamá y esto es lo que quiero decirle
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Me quedan pocas comidas con mamá y esto es lo que quiero decirle

Mayo es el mes perfecto para hablar de mamá y su “magia” en la cocina, seguramente coincidirás: una probada de su receta y, como Anton Ego en Ratatouille, nos transportamos al hogar… pero escribiendo esta carta descubrí que hay mucho más de lo que no se habla en las películas (y, de hecho, es lo más importante).

Es evidente que ni la cocina más profesional puede igualar la magia aparentemente improvisada de mamá. En innumerables autobiografías, grandes chefs atribuyen su amor por la gastronomía a la cocina cocina rural de su infancia, donde su adorada madre permanecía de pie frente al fogón de seis hornillas con una cuchara de madera aceitosa en la mano. Su forma de cocinar moldeó su camino culinario.

Sabemos que los sabores, aromas y texturas se asocian a recuerdos de infancia, reforzando la conexión emocional incluso en la adultez. Pero también ocurre lo contrario: nuestras emociones moldean la forma en que recordamos la comida.

Investigando sobre la ciencia detrás de estos lazos inquebrantables entre cocina y maternidad, encontré una línea del tiempo fascinante, estudios y reflexiones desde la perspectiva de género y cultura… y hoy te la quiero compartir.

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Carta a mamá: agradecimiento por su cocina.

El dilema de la cocina y la mamá moderna

Cocina y mamá puede sonar como un tema romántico. Pero la realidad es que la representación de las madres en la cocina ha evolucionado con las normas sociales. Los cambios en la preparación de alimentos, la industrialización y la redefinición de roles de género han transformado las expectativas en torno a su papel en la cocina.

Hace poco leí sobre una mujer que elogiaba el pan horneado por su madre. En lugar de aceptar el cumplido, su mamá lo desestimó con un comentario sarcástico. Esto me recordó a mi abuela, quien a veces minimiza su talento culinario con frases como: “Una hace lo que puede”. Este tipo de reacción revela algo más profundo. 

La vergüenza de la madre por hacer pan sugiere que el rol de la mujer preindustrial en la cocina es visto como algo vergonzoso para el feminismo moderno”, decía la autora. Hemos aprendido a menospreciar la cocina (o al menos a menospreciarnos en ella).

Hoy, en lugar de celebrar la comida como fuente de vida y cultura, la vemos como una carga. Nos fastidia el comentario “las mujeres a la cocina” cuando proviene de un estereotipo machista, pero al mismo tiempo, nosotras mismas denigramos ese espacio. Decimos “nunca seré un ama de casa horneando galletas” como si fuera una penitencia.

En contraste, la figura de la tradwife (traditional wife) ha resurgido con fuerza. Más allá de ser una simple estética en redes sociales, el conservadurismo está de moda. Irónicamente, mientras asociamos las tareas del hogar con una prisión, solo quienes tienen estabilidad económica pueden darse el lujo (la libertad) de elegir quedarse en casa… y cocinar.

El trabajo invisible con expectativas imposibles

Para mí, el significado de la cocina reconfortante proviene más del anhelo de mi papá por la sopa de flor de calabaza de su madre o de mi mamá devorando la tarta de manzana de su infancia. Mis abuelas, aunque subestimaban su talento, han dejado una huella en la cocina familiar. Vivir con ellas significaría subir dos kilos por semana. 

En cambio, mi mamá nunca ha sido reconocida por su cocina. De hecho, si puede evitarlo, lo hace. Ella se encuentra en la brecha entre la ama de casa glorificada y el regreso del conservadurismo. A veces me siento culpable por fastidiarme cuando no le interesa preparar algo más allá de verduras hervidas. Ni hablar de seguir una receta de Instagram (app que, por cierto, ni siquiera tiene).

Pero en mis quejas y exigencias (con la idea de que la comida es EL lenguaje de amor materno), olvido que ser madre en la cocina es cargar con expectativas imposibles. Desde las abuelas que alimentaban familias numerosas con recetas transmitidas entre generaciones, hasta las madres actuales que lidian con las exigencias del nutricionismo moderno, la carga sigue siendo femenina. Aunque hoy muchos hombres cocinan, la responsabilidad mental —el trabajo emocional no remunerado— permanece en manos de las mujeres.

Es claro que hablar de la cocina materna es reconocer un legado emocional, cultural y profundamente invisible. Pero aunque solemos idealizar la “magia” de mamá al cocinar, pocas veces reconocemos el esfuerzo que implica sostener, día tras día, el cuidado alimentario del hogar. Planear menús, hacer compras, adaptarse a dietas de moda, atender preferencias, seguir estándares nutricionales y emocionales… todo sin que nadie lo pida explícitamente ni lo agradezca.

La historia de la cocina está entrelazada con la maternidad. Mientras figuras como Betty Crocker (personaje creado por una empresa) reforzaron una imagen idealizada y ficticia de la madre cocinera, la realidad ha sido muy distinta: cansancio, renuncia a pasiones personales y falta de reconocimiento. En muchos casos, la cocina ha sido espacio de amor, pero también de sacrificio personal. 

La contradicción es clara: se espera que la madre actual trabaje como si no tuviera hijos y críe como si no trabajara, todo mientras cocina comidas sanas, afectivas y deliciosas. Esta presión, reforzada por discursos, redes sociales y mandatos culturales, convierte a la cocina en una prueba constante de amor.

Eso sí, hay que reconocer que la cocina ha sido para muchas un espacio de resistencia (no siempre es símbolo de opresión). Fun fact: Las Tupperware parties de los años 50 permitieron a muchas amas de casa generar ingresos y autonomía. Hoy, para algunas mujeres, cocinar sigue siendo un acto de preservación cultural y autodeterminación.

El panorama cambia: algunas mujeres encuentran en la cocina un medio de expresión, otras una carga. Lo importante es que hoy existe la posibilidad de elegir. Y en esa elección, más que exigirles que cocinen, quizá lo más justo sea reconocer todo lo que han hecho —en la mesa y fuera de ella— sin pedir nada a cambio.

Carta a mamá: agradecimiento por su cocina.
The Parent Trap (1998)

Me quedan pocas comidas con mamá… 

Si he comido tres veces al día durante 26 años con mis padres, eso significa que he compartido entre 12,000 y 14,000 comidas. 14,000 rituales que construyen hogar. Las tradiciones culinarias pertenecen a culturas y países; pero también existen en casa: hornear un pastel de cumpleaños o preparar una receta familiar va más allá de la cocina… es identidad. 

Comemos casi en automático, sin notar que cada plato refuerza la conexión con quien lo prepara. Mi madre cocina; anticipa deseos, atiende necesidades y brinda consuelo en cada comida. No es “una tarea doméstica”, es una expresión de cuidado que moldea nuestra historia familiar. 

Cuando mi abuela me enseña una receta, la técnica sólo es la envoltura de recuerdos y fragmentos de nuestra historia. Con cada adaptación del Honigbrot para sus nietos, “Jefita” se convierte en un puente generacional. No recuerdo el rostro de mi bisabuela, pero conozco el sabor de su felicidad en su pudding de los días especiales. 

Cocinar es hospitalidad, generosidad y cohesión. En la mesa aprendemos gratitud, respeto y pertenencia, y también tenemos esas conversaciones incómodas que nos forman. 

Mi abuela ha sostenido tradiciones, creando un hogar. Pero más allá del romanticismo, hay un esfuerzo invisible detrás de cada comida. Ahora entiendo que “estar cansada” por encargarse de la cena navideña quizá no era sólo por cocinar, sino la expectativa emocional y cultural. Siempre he hablado de la magia de la cocina, pero hoy dejo atrás la idea de que es un acto místico. No es sólo un puente a otros mundos, sino un gesto real y tangible: un abrazo al llegar a casa, un “¿cómo te fue?” o un “te preparé tu platillo favorito”. 

No me importa si las cool girlies abandonaron la mantequilla hace años; yo jamás diría que no a la Schnitzel de mi abuela. Pero si mi madre no expresa amor con platos elaborados, ¿es menos madre? No. Y ahí radica nuestro error: asociar la comida insuperable tanto con lenguaje de amor hasta hacer que quienes la preparan sientan la presión de sostener los lazos familiares con cada plato impecable

Sé que cocinar es un acto desinteresado. Mi madre nunca se quejó, porque al sentarnos a la mesa cualquier rastro de obligación se desvanecía. El comedor con ella siempre ha sido refugio. De niña, mis miedos se disipaban mientras ella removía una crema de trigo instantánea. La dulzura de mi infancia se coció a fuego lento en cada cucharada humeante que me servía. 

Lo que comenzó como un homenaje a mis abuelas (a quienes admiro por su destreza en la cocina y un millón de cualidades más) termina siendo una carta de amora mi madre. Tal vez no crecí con una gran cocinera, pero siempre tuve un plato listo para mí, acompañado de elogios, abrazos y palabras amor

Y cuando el corazón está nutrido, comprendo que el amor no se mide por la perfección de un platillo

Quizás mis hijos tengan una abuela que tomó clases de cocina y me consiente con recetas cada vez que me recibe como nuera. Pero lo que realmente importa es que, cuando llegue el día, mis hijos sientan en algo tan simple como un pan con mantequilla y sal el mismo amor y hogar que yo sentí (con ese ligero sobre tostado como a ti y a mí nos gusta, má). 

Gracias por todo, mamá. 

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