En su primera película, La camarista (2018) Lila Avilés mostró el día a día de una trabajadora encargada de la limpieza en un hotel de la Ciudad de México. Su manera de abordar una historia, aparentemente sencilla, con silencios y la mirada atenta a los movimientos de Eve, la protagonista, le valió elogios para una película que hablaba de la desigualdad y las luchas diarias de una trabajadora callada, a través de una narrativa siempre atenta a un gesto. En Tótem (2023), su segunda cinta, ganadora de Mejor Largometraje Mexicano de Ficción en el FICM, Lila reafirma su habilidad de mantener la naturalidad de los lugares que retrata, bien sea el día a día de una camarista o la cotidianidad de una familia mexicana.
De qué se trata Tótem, de Lila Avilés
Sol (Naima Sentíes), una niña de 8 años, va de visita a la casa de su abuelo, donde sus tías se preparan para la fiesta de cumpleaños de Tona (Mateo García), su padre. Entre los preparativos que revelan un caos evidente, provocado por una pena contenida, flota como un ente la sensación de una última vez, la posible despedida al cumpleañero, que acostado una habitación oscura, bajo los cuidados de Cruz (Teresita Sánchez), se nos revela que padece una enfermedad terminal.
Apenas comienza la película, uno de los primeros planos es el de una pared del interior de la casa, iluminada por el sol, mientras unas hormigas la caminan. En Tótem se siente la inminencia de una muerte, pero la presencia de los pequeños organismos que habitan y rodean la casa (hormigas, caracoles, perros, gatos) nos dice que la naturaleza de la vida es la capacidad de adaptarse para seguir su curso, e incluso que la propia muerte es parte de ese proceso natural. Al padre de Sol se le acaba la vida, al mismo tiempo que ella la acaricia y la descubre con una mirada curiosa.
Estamos ante la historia de una familia que atraviesa por un duelo anticipado y lo enfrenta hasta donde lo permite el entendimiento: desde hacer terapias cuánticas, realizar una limpia energética para la casa o buscar nuevos tratamientos; la serie de cosas que se hacen una vez se han terminado las alternativas y con la fe en la mano de que un miembro de la familia se sane. Lila Avilés pone su mirada en esas acciones, las que parecen nimias, las que son absurdas, pero que hablan del estado de sus personajes. En una escena Nuria (Montserrat Marañón), una de las tías, que lleva el cabello corto, le dice a su hermano que lo hizo para que él también se animara. En detalles como esos, presentes desde el principio sin más explicación, está contenida la historia.
El hilo conductor es la mirada de Sol que presenta el hogar donde todo se desarrolla. La sensación es la de estar en casa ajena y su transitar el de alguien que también vive la ausencia de sus padres durante una tarde: hay más espacio para la observación, surgen preguntas, la atención se pone en lugares como el caracol que se posa en una planta. Sus gestos son la medida del tiempo libre y de la curiosidad propia de la infancia. Cuando Sol pega caracoles en los cuadros o pone su atención en las plantas del jardín, es ella descubriendo el mundo, pero también haciéndose preguntas sobre la muerte, ante la posibilidad de experimentar una pérdida por primera vez.
La curiosidad de Sol nos lleva también a mirar a los miembros de la familia, a notar que los adultos cambian la postura y el lenguaje apenas se acercan los niños para disimular los pesares. Ya lo anuncia la locuaz santera que realiza la limpia: Hay una tristeza que se nota hasta en los cuadros.
Los momentos en que vemos al abuelo dar una terapia, a las tías discutiendo por problemas de dinero o cocinando un pastel, no son acciones menores, todas las escenas construyen un ambiente que nos es familiar, porque esas situaciones y conversaciones las hemos escuchado antes en nuestro propio entorno. A Lila le importa construir un ambiente caótico al mismo tiempo que universalmente conocido, y en distintos momentos va desenmarañando las capas para mostrar las distintas caras del duelo. Esa intención no queda solo en el diálogo, también se traduce a la cámara con planos que en ocasiones se cierran a los rostros que se tienen cerca, en una perspectiva similar a como los recuerdos se guardan en la memoria.
Esta construcción se asemeja a la realizada por Claudia Sainte-Luce en Los insólitos peces gato (2013), donde las pláticas se desarrollan de la misma manera que en lo cotidiano, como si se tratara más de un documental que de una ficción que pretende mostrar la dinámica de una familia también atravesada por la enfermedad de la madre. En ella, la cámara se desplaza con facilidad para seguir o perder el hilo de las conversaciones, justo como funciona la atención humana expuesta a distintos estímulos, como el ambiente hogareño donde todo siempre está ocurriendo algo. Para retratar la naturalidad de una familia no hace falta realizar grandes casos de estudios, se trata más bien de una cuestión de sensibilidad, de elegir a qué altura y dónde poner la cámara, de mirar hacia adentro para traducir la sinceridad en imagen cinematográfica.
En el último plano, el rostro de Sol ilustra ese pensamiento, ella mirando fijamente a la cámara expresa todo lo que con palabras aún no alcanza a decir. Su sinceridad atraviesa al propio espectador durante un momento, y luego hace una pausa para mostrar una habitación vacía. Regresemos por un momento a la imagen de las hormigas en la pared. Ahora, después de mirar aquella habitación, yace un escorpión en el jardín.
Como se anunciaba desde el principio: la vida/naturaleza siempre encuentra la manera de retomar su curso, aunque la muerte sea parte inminente de ella.
Por: Grecia Juárez
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