Hay bellezas que trascienden el tiempo, los estándares y las geografías. En México, esas bellezas fueron admiradas pero también fueron voces, posturas y formas de observar el mundo. Desde las cejas emblemáticas de Frida Kahlo hasta la elegancia felina de Dolores del Río, cada una de estas mujeres tejió un legado que va mucho más allá de su apariencia.
Marcaron una época con su estética, pero también con sus convicciones, decisiones y audacias. En un momento donde los cánones se redefinen, es imposible no mirar atrás y recordar a quienes rompieron moldes antes de que eso fuera tendencia. Este es un recordatorio de que la belleza, cuando es auténtica, se convierte en poder. Así que mucho ojo a estos secretos de beauty de algunas de las mujeres mexicanas más emblemáticas.

¿Cuáles son los secretos de beauty que podemos replicar de estos íconos?
Dolores del Río
Antes que Salma y Yalitza, estuvo Dolores. Nacida en Durango en 1904, fue la primera actriz mexicana en triunfar en Hollywood durante la época dorada del cine. Perfectamente simétrica, se convirtió en la favorita de fotógrafos como Edward Weston y George Hurrell. Participó en películas estadounidenses como Bird of Para- dise y Flying Down to Rio, pero también fue musa de Emilio “El Indio” Fernández en movies como María Candelaria, donde regresó a México para representar una feminidad más introspectiva, más sutil.
Su elegancia era discreta, casi espiritual. Usaba vestidos al sesgo, inspirados en Madeleine Vionnet, y se envolvía en chales de seda o abrigos de líneas largas. Era partidaria de un maquillaje natural con enfoque en los ojos y labios oscuros, que acentuaban su mirada melancólica. Prefería el negro, el blanco y los tonos intensos, lo cual le daba una apariencia atemporal. Su postura, siem- pre erguida, parecía coreografiada. Los rumores dicen que ayunaba un día a la semana, tomaba baños con agua de rosas y dormía con pétalos de jazmín en la almohada. Otros aseguran que no hablaba en exceso para “no desgastar la voz”.
Frida
Su belleza no era convencional y ese fue su mayor acto de rebeldía. Nacida en Coyoacán en 1907, vivió entre hospitales, pinceles y amo- res intensos. Transformó su dolor físico (tras un accidente de autobús que la dejó con se- cuelas de por vida) en lienzos que hoy cuelgan en los museos más importantes del mundo. Más allá del arte, Frida supo crear un perso- naje propio: visualmente único, políticamente comprometido y profundamente mexicano.
Reivindicó la estética indígena a través del uso del huipil, las faldas amplias, las trenzas con listones de colores y el rebozo. Era común verla con flores frescas en la cabeza y collares prehispánicos. Cada elemento era parte de su manifiesto visual. Su uniceja se volvió su sello; lejos de ocultarla, la enmarcaba con lápiz y la celebraba como parte de su singularidad. Hay quienes aseguran que usaba aceite de ricino para fortalecer las cejas y las pestañas, además de tintes naturales como carbón activado y betabel para las mejillas. Se decía que guardaba en su tocador un frasco con esencia de gardenia y que aplicaba perfume incluso para dormir.
Katy Jurado
Si María era altivez y Frida, símbolo, Katy Jurado era intensidad. Nació en Guadalajara en 1924 y fue la primera actriz latinoamericana nominada al Óscar. Con una voz ronca, mirada penetrante y carácter volcánico, rompió el molde de lo que se esperaba de una mujer mexicana en Hollywood. Actuó al lado de figuras como Marlon Brando y Gary Cooper, y fue reconocida en Cannes por su trabajo.
Katy era dueña de una belleza intempestiva: labios marcados, cejas gruesas, piel de oliva. Amaba los vestidos con escote profundo, los labios color borgoña y los recogidos que enmarcaban su cara. Tenía una estética dramática que, combinada con su poderosa presencia, la hacían inolvi- dable. Su imagen se balanceaba entre la femme fatale y la mujer terrenal. Cuentan que usaba compresas de manzanilla para desinflamarse antes de grabar y que mezclaba vaselina con sombra para un brillo especial en los párpados. Se decía también que dormía con mascarillas de avena y miel.
María Félix
Decir María Félix es decir ícono con mayúsculas. No sólo fue la actriz mejor pagada de su época, sino también un fenómeno cultural cuya imagen sigue generando admiración a casi 25 años de su muerte. Nacida en Álamos, Sonora, en 1914, irrumpió en el cine mexicano de los años 40 como una figura que nadie había visto antes: altiva, deslumbrante, con una belleza casi arquitectóni- ca y un carácter que podía callar a cualquier hombre en una sala. Películas como Doña Bárbara y Enamorada cimentaron su personaje: una mujer fuerte, indomable y sensual.
María era amante de los trajes de dos piezas, las camisas de seda, los labios perfectamente delineados en rojo y el pelo recogido con precisión milimétrica. Era habitual verla en Balenciaga, Dior y Hermès, pero siempre “a su manera”. Decía: “no me visto para los hombres. Me visto para mí”. Tenía una obsesión con las joyas, especialmente las diseñadas por Cartier, con quien colaboró para crear piezas como su icónica serpiente articulada. Se decía que dormía con crema de colágeno y que no salía al sol bajo ninguna circunstancia. Otros aseguran que hervía rosas en agua caliente para usar el líquido como tónico facial. Lo que sí es cierto: jamás permitió que la retrataran sin makeup.
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